La ciudad

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La ciudad es gris. Si el día es soleado o luminoso se trata de otra ciudad. Para que sea mi ciudad, la vieja ciudad de posguerra de mi niñez en los ochenta, debe estar nublado, con un cielo de plomo compacto sobre la cabeza, una garúa insidiosa y una humedad que cale los huesos.

En la ciudad deberán los hombres tener un cansancio trasnochado que los envejezca definitivamente, el perfil afilado y ojos atónitos de murguistas sin dormir. Como sombras de antepasados que no adivinan, los hombres serán exactamente iguales a sus muertos y tendrán un aire de haber estado demasiado tiempo a la espera de una respuesta como para creer en ella el día que el cielo se abra. Como locos a los que no se les permite amar nada que no sea ficticio, se consumen en su pasión por el fútbol. Las mujeres son como muñecas rusas que esconden por adentro la velocidad y la rabia que por afuera es calma y despaciosidad, y son más conscientes que los hombres de ser exactamente sus abuelas y tatarabuelas, no las sorprende esto, ni las maravilla. Las aburre un poco ser inmortales, no les queda ánimo para suspirar, y se vuelven gárgolas grises. La ciudad es un purgatorio, una sala de espera, una fila. A veces, hombres y mujeres, darán la impresión de haber llegado a destino. Pero eso no pasa en la ciudad, la vieja ciudad de mi niñez en los ochenta, escala demorada, error de itinerario, lección, condena, karma, joda. La ciudad es de verdad y a la vez un error de la imaginación colectiva que no encuentra ya el modo de arreglar lo que ha hecho.

Aquella ciudad sale bajo las cáscaras de la publicidad de este siglo de redoblada estupidez. Está viva bajo los pies de los sonámbulos y los muerde, los recocina en su odio lento, los vuelve a morder todos los días como un perro malagradecido. El tiempo de la ciudad gana. A golpes de frustración y cansancio, de humedad y cielo gris, de esperas y mentiras y traiciones innecesarias, moldea las entrañas de los habitantes distraídos con sus sonrisas importadas y alquiladas por hora. Sueña la ciudad con un día de cenizas, en el que un volcán imposible, una bomba, una epidemia, barra con la gente y para quedarse sorprendida en la paz de su aliento triste, envuelta en su silencio para lamerse tranquila hasta dormir, sin montevideanos que la quieran.

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