Herencia

El viejo se estaba muriendo. Llamó a los hijos.

—Les dejo el negocio, las casas, los autos, hablen con García, él sabe, tiene los papeles. Se los dejo todo, sólo les pido una cosa y me voy en paz.

Los hijos, que se habían endurecido por toda una vida de trato con aquel hombre imposible, se estremecieron al entender que el padre no era más que ese pobre viejo rendido, y que se les moría. Con lágrimas en los ojos dijeron:

—Lo que sea, padre, dinos.

—Sólo una cosa les voy a pedir, hijos, y todo, todo por lo que he trabajado la vida entera será suyo. Sólo una cosa les voy a pedir, García sabe. García, por favor, dígales.

—Lo que sea, padre, tú dinos —repitieron, sin mirar a García.

—Bueno, sólo que me hagan… — y señaló hacia abajo.

No entendieron, los hijos, con el ceño fruncido, aguzaron el oído, se acercaron un poco.

—¿Que? — preguntaron.

—Un… —dijo el viejo susurrando— un tetito.

—¿Qué?

—Un tete, hijos, una mamadita. Una chupadita, hijos, y les dejo todo. Los papeles están prontos.

Tardaron en salir, con la misma expresión hastiada de siempre, derecho al baño a enjuagarse.

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