Escritor

Reseña de «pichis» en revista «turia»

Por Ricardo Díez

https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/distopia-milagrosa

Martín Lasalt (Montevideo, 1977) es uno de los narradores con mayor proyección de su generación, habiendo recibido ya varias distinciones nacionales relevantes. Es autor de las novelas La entrada al Paraíso (2015), Pichis (2016), La subversión de la lluvia (2017) y el volumen de cuentos Un odio cansado (2019). Ha colaborado en volúmenes colectivos y antologías como 8cho & 8cho (2014), 13 que cuentan (2016), 25/40 Narradores de la Banda Oriental (2018), Las historias que Fressia no contó (2018). En 2020 fue premiado con una beca a la creación artística del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay para trabajar en su próxima novela, de la que esperamos poder dar pronta noticia.

Después de que en 2019 sus obras cruzaran el Río de la Plata y el Atlántico por primera vez, para editarse en Argentina y en Francia, este 2022 arriba a tierras valencianas de la mano de la editorial ‘Tiempo de papel ediciones’ con la que fuera su segunda novela Pichis. Lasalt narra sus historias desde un prosa que llega al lector ágil y liviana, se acerca a las sensaciones del momento para revelarlas, se detiene en los pensamientos, en las ideas y hasta en las grietas de la lógica y lo cabal, en las que sus personajes hacen incursiones de apnea, abriendo el pecho al reto del abismo. Los protagonistas de sus novelas —y esta no es una excepción— son vidas alejadas del canon moderno del éxito, son corrientes de voluntad a la sombra de un destino que no entrega el deseado amparo. Y, es que, si entendemos por certidumbre lo que prevemos puede pasar y por milagro aquello que no cabía plantearse como el “resultado lógico de los acontecimientos”, Pichis nos presenta los milagrosos episodios de dos parias (dos pichis, que es una forma despectiva de designar a las personas sin hogar en esas tierras rioplatenses) en su diáspora por una miseria asumida y —por ello y en algunos momentos— invisible a sus propios ojos.

El Cholo y la Chola deambulan por la gran ciudad hurgando en los desechos cotidianos, en la irrealidad, en la esencia de nuestra sociedad como antítesis reveladora de nuestra naturaleza, al tiempo que su distopía milagrosa (por incierta y por su velado homenaje al realismo mágico) también se mezcla con el realismo más descarnado. Estos vagabundos no esperan a Godot, de hecho no esperan sino encontrar algo (cualquier cosa) que les alivie del peso del instante, satisfaciendo el hambre de todo, la ignorancia de todo, la carencia oceánica en la que naufragan y para la que no hay más sol que el calor indulgente de su autocompasión y —a veces— de la complicidad con ese otro pichi con el que se comparte la suerte nefanda.

Montevideo es el personaje silente, se muestra como un Gobi en el que no se ha de hallar provisión alguna, ni refugio, ni salida triunfal. Pero en el infierno también hay belleza, hay amor, hay una luna rebosante de magia. Lasalt tampoco priva a sus desdichados pichis del placer de sentir esa grandeza de nuestra condición humana que se nos revela con el breve fulgor de alguna dicha que, aunque sea pasajera, nos colma de agrado como, sin duda, lo hace esta obra sorprendente e ingeniosa con la que podemos acercarnos a las letras uruguayas y que obtuvo una mención especial del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay en el año 2018.

Martín Lasalt, Pichis, Tiempo de papel, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por 

Ricardo Díez

#MiLibroEnCasa

Este video fue creado dentro del programa #MiLibroEnCasa, organizado por la Intendencia Municipal de Montevideo. Los escritores convocados leen algo de su obra desde el confinamiento fuertemente sugerido durante los primeros meses de la pandemia en nuestra querida ciudad. Fue un gusto participar. Acá está mi aporte.

Cuando la verdad aparece, no queda nada sano

RESEÑA EN SEMANARIO BRECHA, 13 SEP 2019, DE «UN ODIO CANSADO», POR LEONARDO CABRERA

En apenas un lustro, desde la aparición de su primera novela, La entrada al paraíso (Ediciones de la Banda Oriental, 2014), Martín Lasalt ha pasado a ocupar un lugar central de la narrativa uruguaya contemporánea. Los sucesivos premios obtenidos por sus libros no significarían nada si no estuvieran sustentados por el hecho, simple y veraz, de que Lasalt es el orgulloso poseedor de una voz. Novela a novela, asistimos a las exploraciones de esa voz que prueba nuevos registros, y cada prueba, fallida o exitosa, es una forma de ganar seguridad, de seguir adueñándose de sí misma.

En Un odio cansado (Fin de Siglo, 2019) estamos ante el primer libro de relatos de Lasalt: compuesto por diez textos de extensión variable –desde una microficción a un relato con espíritu de nouvelle–, el libro no podría tener un título más adecuado, pues el fondo emocional de todas las historias es el de una extenuación amarga que alcanza, en sus momentos más intensos, cotas antropológicas. La primera muestra de oficio de Lasalt es la de conseguir que el lector atraviese esta sustancia sin quedarse atascado. ¿Cómo lo consigue? Probablemente, gracias a que la voz narrativa de la que hablamos antes ha entendido que ninguna materia es pura. El odio no está hecho completamente de odio, ni el cansancio es sólo cansancio. Comprendida la impureza de su materia narrativa, la voz que construye los relatos se entrega a su propia complejidad y es libre de ejecutar movimientos contradictorios y de retorcer los pasillos de su lógica interna. Entonces, los relatos se salvan de volverse solemnes y no son lastrados por la potencial pesadumbre de sus temas.

El humor absurdo, siempre a punto de volverse grotesco y escatológico, no es utilizado aquí en su función industrial del alivio cómico, sino como la única forma de acceder a cierta porción de verdad. Esto es evidente en el quinto relato, “Burgos”, en el que asistimos al día de furia de este personaje durante un raid de destrucción en busca de un macguffin tan irrelevante como cualquier otro: comida para perro. Burgos tiene la potencia de una fuerza natural, como si fuera la personificación desatada de una antigua deidad profana que, ante lo que él considera la mínima ofensa de un mortal, libera su cólera de formas insospechadas: “Burgos extrae con trabajo su gran pene, un aparato pavoroso que le hiela la sangre al quiosquero, y orina todo el quiosco, apunta alto como un bombero y la orina cae en chorros y cortinas cada vez que el viento la empuja o Burgos cambia la dirección del pene. La gente en la vereda se amontona a mirar. El diariero se cubre la cabeza con un suplemento de economía”. Más allá de la destrucción que deja a su paso, las acciones de Burgos son liberadoras y revelan un costado alegórico. Así, cuando se lleva de la solapa al esmirriado guardia de seguridad del supermercado, convertido en escudero forzado, está salvándolo, poniéndolo de cara ante un montón de posibilidades caóticas –entre ellas, la del amor– que no habría conocido de otra manera.

Es probable que muchos lectores pasen por alto un relato de apenas cuatro páginas, titulado “El catamarán”, que cuenta cómo una embarcación a vela atraviesa la rambla y se estrella en el hall de un hotel. En medio del destrozo se encuentra Margarita, una señora que estaba almorzando en el hotel y cree reconocer al marinero: su hijo perdido. La mujer se desmaya, sufre un ataque, el encuentro no se produce, ambulancias, “le preguntan cómo se llama, cuántos dedos ve, cuál es la capital de Chad, a qué temperatura se licúa el oxígeno”, mientras el hijo consigue, milagrosamente, devolver el intacto catamarán al agua para seguir viaje, y Margarita, desde el fondo del mar, observa la silueta oscura del barco que comienza a alejarse. No es nada más que eso y no es nada menos que eso, la construcción de una imagen de una enorme potencia connotativa.

Si tuviéramos que hacer una hipótesis respecto al objeto del odio que embarga a personajes como Burgos, Homero (el hijo marinero), Osvaldo (el taxista del relato más extenso, “Cuarenta fichas”) y varios más, diríamos que es odio a estar viviendo una vida ordenada, prolija y profundamente errónea. De modo que cuando ese odio deja de rumiarse y consigue convertirse en acto, viene a agrietar la falsedad para que brote, entre los escombros, algo parecido al atisbo de una vida auténtica. En el cuarto relato, “La obra de Silvia”, el anónimo narrador plural asiste al unipersonal de una actriz que, luego de su línea final, no recibe ningún aplauso. “No hay aplauso y, por lo que entendemos, no lo habrá.” El aplauso como acto celebratorio que se ha ido vaciando de verdad para convertirse en una convención, en un elemento ritual indiscutible. Sin embargo, en el relato de Lasalt el público parece incapaz de ejecutar su parte de la mentira. “Nunca más aplaudiremos con fuerza lo que no nos gusta y con discreción lo que nos ha conmovido.” La mujer sufre en el escenario, pero el público sostiene su determinación, el momento se alarga, se tensa y finalmente se produce el llanto de Silvia, que “ocupa toda la oscuridad, un llanto manso, largo, tibio, que nos envuelve rápido, y en el que nos abandonamos…”, como si el único momento auténtico de la noche pudiera surgir una vez que se detuvo cada movimiento prefijado de la máquina colectiva. “Silvia sabe, nos decimos…”.

Martín Lasalt demuestra en Un odio cansado algo más que el dominio de su oficio; da indicios de estar en el camino a futuros hallazgos que irá trayéndonos quién sabe desde qué regiones. Algo de esa emoción previa vibra en las primeras líneas de “Cuarenta fichas”: “me da como un vértigo, una sensación dulce y angustiosa a la vez por esta seguridad de que todavía le debo mucho, que falta, que recién empiezo”.

Funde en negro

Ilustración de Diana Carmenate

Cuento incluido en UN ODIO CANSADO, libro de cuento que se publicará este mes. Puede leerse este adelanto en la revista Lento. https://lento.ladiaria.com.uy/articulo/2019/8/funde-en-negro/

Ilustración de Diana Carmenate

 

García se mira en el espejo del botiquín y le parece que podría ser el personaje de una película eslovaca, o franco-eslovaca, o franco-polaca, mejor. Un poco por las ojeras tan oscuras que tiene y ese brillo de los ojos descoloridos y casi ocultos bajo las cejas. Y además está esa luz verdosa y fría que entra por la banderola. Hay un ambiente, sobre todo un vértigo suave, triste, un poco desangrado. García tiene la sensación de que va a pasar algo más allá de su control. Al otro lado de la puerta podría haber una cucaracha gigante, una fila de monjas o, mejor, dos soldados pálidos y flacos que lo esperan para llevárselo. Uniformes grises, aliento de hambre, olor a sudor y un odio que alimentan de continuo pero que no les ha impedido darle la libertad de afeitarse antes de salir y con eso la ocasión de cortarse las venas, porque lo respetan. El hombre que García ve en el espejo de esta película franco-polaca es un viejo poeta que escribió los versos con los que la madre de uno de los soldados se dejó enamorar por el padre, un veterano de la Gran Guerra que regresó a su vieja Bremen natal loco y con una sola pierna. “La otra me la olvidé en Francia”, bromeó el resto de su vida, sin gracia. Así, loco, rengo y sin gracia se casó con la bella Isolde, la llenó de hijos y envenenó su joven corazón.

Durante el matrimonio Isolde dejó poco a poco la costumbre de levantar el talón mientras se acariciaba las trenzas y hacía ese movimiento de vaivén propio de las muchachas de su pueblo: hamacarse como una enorme nena que exagera su risa boba para gustar a los muchachos. Engordó, los ojos se le volvieron porcinos, le crecieron las manos y aprendió a reír de cosas cada vez más groseras, a medida que dejó de ser la bella Isolde y se convirtió en la vieja Isolde, viuda demasiado tarde, justo después de perder la pista del amor. El viejo soldado, ese puerco rengo que debió quedarse en Francia con su pierna muerta, se ha muerto por fin y ella sólo pudo decir “más vale tarde que nunca”.

Ayudó mucho a esta historia de amor el poema del hombre que está en el baño, en el espejo de García, y por eso los soldados, un poco melancólicos en víspera de Navidad, le permiten afeitarse, le dicen: adelante, pero no demore, o algo así. Fingen que le creen todo, tal como les ha pedido entre líneas el viejo con su gran cortesía.

Este judío miente bien, piensa el hijo de Isolde, miente con belleza. ¿Pero la belleza no es también una forma de la verdad? ¿O será que nos paga con estas palabras, su único dinero ahora, nos hace ricos a cambio de los minutos que le damos para que muera? ¿Podría pensar eso el muchacho? No, claro que no. Los soldados sólo dan por seguro que el poeta sacará la hoja de la máquina de afeitar con una parsimonia escalofriante y se cortará las venas de las muñecas y después se abrirá la yugular, si el pulso no le falla.

Pero García no se corta las venas. Hoy no, por lo menos. Se ha cepillado los dientes, nada más. Sólo se mira esa máscara de carne que es su cara y a medida que reconoce la dimensión de su fealdad siente como si la imagen del espejo se acercara muy despacio. El poeta que García imagina mira la navaja como a una amiga y sospecha la ansiedad y la angustia de los soldados al otro lado de la puerta. Hans y Otto están intranquilos, el tiempo corre, prenden sendos cigarrillos. El poeta escucha el fósforo: ¡chas!; adivina el balanceo de la llama, aspira él mismo como si también fumara, y siente luego el olor del humo y dice: el destino a un cigarrillo de distancia.

El poeta piensa que el tiempo no corre como en los relojes mecánicos, sino que se agota, como en los relojes de arena. Estas cosas piensa García también, que él se agota en el tiempo. Se le revuelve el estómago. García reconoce que no tiene los rasgos de un personaje de película franco-polaca y también que las frases del poeta son horribles e imposibles.

¿En qué pensaba? Sin embargo, la idea de que el tiempo está mejor representado en los relojes de arena le gusta. Escribirá en su libreta que el reloj de arena es mejor, más honesto, porque se parece a uno. Ah, García, qué lindas cosas piensa. Debería afeitarse, en realidad, ya le empiezan a dar asco los remolinos grises de la barba.

¿Cómo se dirá “arena” en polaco? Las salpicaduras de jabón en el vidrio y las manchas negras de la pintura saltada del espejo son un buen marco para la mirada irónica y triste del personaje que dice una cursilería antes de matarse. No, no convence, dice García y se detiene un poco perplejo ahora, porque de pronto no entiende por qué ha pensado todo esto del poeta y los soldados. Él vino al baño a hacer sus necesidades y cepillarse los dientes. ¿Por qué se ha puesto a pensar en estas historias si no es su trabajo, si ni siquiera es de su gusto? Sin embargo no deja de preocuparse por los soldados y el poeta, y por cómo contar la historia del padre rengo. Duda que la anécdota del padre sea pertinente. Puede ser que auspicie como espejo de otra situación; sí, podría ser, pero ahora le inquieta cómo narrar esta historia con el lenguaje del cine. Muy fácil: lo dice el soldado en el pasillo, se lo cuenta a su compañero.

Mi padre volvió con una pierna de menos —la película podría ser franco- germano-polaca, ahora que lo piensa—, sordo de un oído, y loco, y en lugar de pegarse un tiro en la boca, cualquiera de las interminables noches en las que no podía dejar de escuchar los cañones franceses y de sentir que debía regresar a Francia a buscar su pierna abandonada, se las ingenió para enamorar a mi buena madre con un poema de este hijo de mil putas que está en el baño. Mi madre repitió tantas veces ese condenado poema que lo sé de memoria, lo escucho todo el tiempo, lo debe escuchar también mi padre ahora que se ha muerto, en el cielo, o donde sea que haya ido a parar, porque mi madre nunca dejó que lo olvidara, se lo repitió toda la puta vida, se lo repitió en el oído sano en su lecho de muerte, cuando enfermó de pulmonía, y nosotros, los hijos, seguros de que lo hacía para declararle cuánto lo odiaba, cada vez que lo recitaba como una oración malévola por dentro decíamos “amén” por acompañarla. Y el otro soldado, apoyado en la pared con un empapelado de rosas, podría contestar con alguna excelente mala palabra alemana, una palabra que sonara a mierda, un sonido difícil de algo que cae y revienta podrido, una buena bosta alemana negra, indeleble y verdadera. Después el soldado podría escupir hebras de tabaco, podría mirar hacia la puerta como diciendo “¿y?”, y el hijo de Isolde diría “espera”, o haría un gesto en silencio que significara “terminemos de fumar”.

Ahora, mientras se establece ese silencio de los soldados, en la imagen aparece la puerta del baño pero desde dentro, la cámara gira muy despacio. Además del suspenso hay una admiración por el trabajo de arte, el baño es exactamente un baño de su época, con el deterioro del uso, con la luz y la atmósfera justas. Pero enseguida deja de importar el arte: está la seguridad de que habrá sangre derramada cuando la cámara termine de girar. Sangre y un poeta muerto o medio muerto. Pero no, no esta vez: nada más está García, que se seca la cara, sale del baño y se encuentra con la vida de siempre. Aquí no hay nazis, ni cucaracha gigante. Y sin embargo está todo tan cerca, todavía lo puede sentir, bastaría con estirar la mano.

Va hasta la cocina. Por la ventana ve que se está formando una tormenta grande. El cielo se cubrió de negro por un lado, pero más cerca hay sol, la luz cae amarilla sobre las copas de los árboles. No le gusta eso. García prefiere que esté nublado o soleado, nada de combinaciones agridulces, eso lo angustia. Suspira, tiene hambre, no recuerda cuándo ha comido. En otra vida, dice en voz alta, y en ese momento, como esperando el pie, se larga a llover. Abajo, en el patio, están las hamacas vacías. Ya no quiere sentir que está en una película, sólo comer algo y echarse a dormir. ¿Cuándo fue la última vez que durmió? No quiere pensar más en películas, pero no lo abandona la sensación de que podría estar en un plano filmado desde donde están las hamacas, más precisamente desde la hamaca roja, oxidada y descascarada, en contrapicado, naturalmente, quizás para evocar la mirada de un niño que ahora no está y que podría ser un hijo de García. Pero eso no es, dice.

Hace calor. García tironea de la ventana y no puede abrirla. Desiste. Pone agua en la caldera para hacerse una sopa instantánea. El ruido del agua en el acero inoxidable suena fuerte y excesivo, como amplificado por un micrófono puesto con demasiada ganancia. Mientras el agua se calienta hay un flashback, es decir, una escena retrospectiva, una analepsis.

García, su mujer y sus dos hijos comen sentados a la mesa. Esto pasó hace veinte o treinta años. Son todos tan jóvenes. El hijo le parece un bebé, aunque le calcula unos cuatro años. Le dice que coma con la boca cerrada. Lo exaspera el ruido que hace el niño. Recuerda los perros de su abuela. Recuerda cuando se quedó a dormir en la casa de una novia que tenía una perra dóberman que dormía en el cuarto, y los ruidos interminables del animal. Y el olor. No lo puede disociar de los ruidos que hace el hijo. No le gustan los perros, no le gusta que la gente haga ruido cuando come. Le grita al niño, dos cucharadas después:

—¡Que comas con la boca cerrada! ¿Es muy difícil?

Golpea la mesa con el puño, saltan los cubiertos, cae un vaso. Fue mucho, pero ya está hecho. El niño se sobresalta, cierra la boca y mastica despacio y sin ruido. La hija, que tiene en ese momento dos años, sentada en su silla alta, se queda quieta como una ardillita asustada.

—Mejor así.

Ahora puede ver la tristeza de los hijos, no la había visto antes, no cuando eran tan chicos, al menos. No quería que fueran tristes, pero sí educados, inteligentes, capaces. Sólo les enseñaba a comer sin ruido, ¿qué tanto? Pero ha gritado como un loco y se ha portado así todo el día, sin motivo.

—No todo ese día: siempre —dice la voz en off de su mujer cuando joven, y hay otro flashback, un montaje en el que se lo ve en distintas situaciones durante muchos años, actuando como un idiota. Es un pasaje de escenas que parece no terminar nunca, no tanto por lo largo como por lo significativo. Mira a los hijos crecer con esa tristeza que él mismo les plantó, a la sombra de los gritos y la saña que no se le terminaba nunca.

De vuelta a la escena del almuerzo:

—¿Qué? ¿Pasa algo, querida mía, eh? —le dice a la mujer.

Se asegura de sonar amenazador, que les quede claro a todos que ha sido sarcástico. La mujer dice que no pasa nada.

—No, ahora decime qué pasa —grita.

García pone los puños sobre la mesa. Parece contento de tener los puños más grandes que los hijos y que la mujer.

Pero nunca les pegué, dice. Ya no sabe si va a tomar la sopa. La lluvia y el viento arrecian. Nunca les pegué, repite, pero no es cierto, sí que les pegó. A los hijos, con esas mismas manos, a mano abierta y también de puño cerrado y alguna vez a patadas, por ejemplo, cuando la hija, ya adolescente, cayó al suelo después de un golpe y él la pateó en el cuerpo y la cabeza por haberle contestado. Le dejó la cara negra a patadas. Y luego los golpeaba a todos, incluida la mujer, cada uno de los días que convivieron, con sus palabras llenas de veneno. Qué mala memoria, García: el verso de que nunca les pegó no tiene en cuenta esos episodios violentos que no quiere recordar y evita ver en otro flashback. Es comprensible, pero puede que aparezcan más adelante.

Le crece una sensación cruda en el estómago, porque no piensa en los recuerdos, pero los tiene ahí, en el cuerpo, enteros. Hace mucho calor acá, falta el aire y afuera llueve tanto que casi no se ve. Y no es un sueño, si lo fuera se podría despertar.

Segunda analepsis. Acá están en una playa de río. Los hijos son chicos y García quiere que se metan al agua con él, que tengan un lindo día de playa. Ah, pero le han salido miedosos, son unos mimados de la madre. Toda la tarde luchando para que fueran al agua. La mujer tampoco va, dice que por cuidar a los niños. Y él se siente solo, se dice que a Hemingway, uno de sus autores favoritos, no le pasaban estas cosas. Por lo menos no las contaba. Hemingway dejaba a los hijos al cuidado de un gato y se iba de viaje con la mujer, cazaba leopardos, pescaba peces espada, se metía en la guerra y salía de la guerra y contaba todo con un aire de “jodete, si no estuviste en la guerra”. Qué mal que le hace pensar en Hemingway. García le envidia hasta la forma de morir. No está de acuerdo con la política del suicidio, pero él se mató a lo macho, como si se hubiera cazado a sí mismo. El tiro fue como un punto final bien puesto, hijo de mil putas.

Hemingway se hubiera llevado a los niños a una excursión de pesca en el mar Caribe y los hubiera dejado nadar demasiado cerca del arrecife a una hora inadecuada, para que estuvieran al alcance de tiburones y después sentirse idiota, pero también para descubrir que los hijos eran fuertes como él. García, por otra parte, está en una playa de río, sin olas ni corriente, y no consigue que los niños se acerquen a mojar los pies, y su esposa come galletas criollas y toma mate dulce para no atragantarse, y su masa crece despacio y sin pausa bajo la sombrilla. No es una chica que Hemingway hubiera llevado a los Alpes. García se tira a nadar. Avanza cinco metros y se cansa.

No pueden ser cinco metros, piensa, pero sí, puede ver el recuerdo desde arriba, con el trayecto marcado metro por metro sobre la superficie marrón del río con una línea blanca punteada. Este ejercicio lo cansó, se siente como un hombre de la naturaleza y vuelve a la arena con un agotamiento no muy genuino; apenas siente un placer superficial por el esfuerzo, de manera que el placer y el cansancio se terminan ya mientras dice “vamos al agua, todos”.

Empieza el problema: los niños no le contestan, la mujer, con media galleta en la boca, le dice que no con la cabeza, traga, aclarando con la voz estrangulada por el bolo que le ha dado frío. Tiene una malla de baño entera negra. Desde el primer parto se esconde hasta de él. Con esa malla parece una ballena, piensa García, una tonina negra con aletas blancas que toma mate dulce. Es cruel García. No dice esas cosas, pero las insinúa con ironías todavía más crueles. Sin embargo la mujer no es tan gorda como la ve García, ni tampoco como ella misma se ve. Cuando por la calle se cruzan con mujeres muy gordas le pregunta a García, o a los hijos: “¿Me veo como ella?”, y cuando le dicen que no, que ella está mucho más flaca, tiene un breve momento de consuelo.

La culpa de toda esta obsesión por el cuerpo, les enseñaron mucho después, era de las revistas, las películas, las ofertas de dietas, los programas de gimnasia aeróbica y de paso también de la posdictadura, que, además de todo, interpelaba a la gente por cómo se había dejado estar. En esa época, fines de los ochenta, inicios de los noventa, el mundo se terminó a mazazos, como los del Muro de Berlín en la televisión, y los reventó por dentro, con un golpe sobre otro y sobre otro hasta que ya no entendían nada, y no por el comunismo, que a García entonces, como ahora, lo tenía sin cuidado, sino por un sinfín de otras cosas que se acabaron ahí. El día de la playa fue uno de mazazos. García mira a su mujer pero fantasea con la muchacha de la panadería donde compraron las galletas. La mujer está enojada, se deja mirar, pero no habla ni lo mira.

Morocha, piel suave, ojos grandes, alegre la muchacha de la panadería. Los niños juegan con arena, hacen un puente. Vamos, dice García, y los levanta. Cree que es una linda escena, una de esas acuarelas de la revista Selecciones. Es posible sentir cosas similares a la familia tipo clase media de una revista Selecciones, pero estar en América del Sur en uno de los peores momentos de su historia.

A los niños primero les parece un juego, pero como ven que se acercan al agua empiezan a gritar y a patalear. Ya casi en la orilla, lloran desesperados, como si el padre los quisiera ahogar. Atrás se oye la voz de la madre. Le dice a García que los deje, pero después hace un chiste negro y sin gracia, que los ahogue, así le quedarán más galletas. Un chiste horrendo, como los del alemán rengo. La mujer es como el alemán rengo y también como Isolde.

García llega a la orilla otra vez cansado, los niños pesan. Se dice que cuando caigan al agua verán que en realidad no es nada, todo ha pasado, la vida a veces tiene descortesías y cambios de temperatura e incluso cachetadas que son parte de la cosa, pero siempre vale la pena quererla; cuando caigan al agua entenderán, se van a reír, habrán dejado atrás la obstinación cobarde de quedarse a la sombra de su madre. Para García es una especie de medida drástica para volver al amor, salir de la ruta de la cordura y el orden para caer en la vida. Es capaz de decirse esas cosas, las siente incluso; en medio de un barullo que le desboca el corazón y que parece más que nada bronca, se repite que lo hace por amor. Fin de la analepsis.

Se enfría la sopa. Un rayo cae muy cerca, sobre la iglesia de la otra cuadra. Tiemblan los vidrios. Pero parece un rayo que cayera siempre, no lo sorprende para nada, como los truenos de las tres de la tarde en Macondo. Este rayo se demora, sin embargo, para ser reconocido como algo peculiar. García no vio el relámpago y ahora escucha como un lento desgarrarse del aire, un sonido pedregoso que se despliega en el oído, la repercusión en la tierra y en el aire, que parte a parte reconoce, como un buen orgasmo, hasta que se extingue, o no, porque todavía se siente cómo el trueno se aleja. Y todo cabe en este déjà vu, hasta la experiencia de una vida entera. Aunque sabe que sólo se trata de un engaño de la mente, descoordinaciones de la percepción, es bienvenido este recuerdo raro, falso, este rayo que cae y vuelve a caer y que podría en realidad caer siempre, si García se quedara siempre en ese lugar.

Ha parado de llover. Una cámara podría dar vueltas alrededor de la mesa, una steadycam vaporosa que insinuara su pensamiento, o quizás la mirada de alguien más que lo acecha. Levanta la vista hacia esa órbita que hace la cámara que imagina y el movimiento desaparece. Termina la sopa, lava la taza, la deja en el escurridor, se seca las manos. Baja las escaleras, sale al patio. La lluvia ha limpiado el aire. Sólo se descuelgan algunas gotas de los árboles y del alero. El olor de la tierra mojada lo llena de nostalgia. De qué, piensa. Siempre la sintió, aun de niño.

Mira la hamaca roja. Los asientos vacíos representan una ausencia. La hamaca podría ser un niño muerto, por ejemplo. No es el caso. García se acerca pero no se sienta porque está mojada. La tormenta se ha ido. En esta película, si lo fuera, hay belleza. La cámara se acerca y la piel de García tiene textura. La mano de García agarra una de las cadenas de hierro de la hamaca y la imagen transmite el frío en la palma de la mano, y ese frío significa, es parte del relato. García baja la cabeza, cierra los ojos, parece que pierde un poco el equilibrio, se le aflojan las piernas y cae de rodillas sobre el barro. ¡Chap!, hace el agua estancada en pequeños charquitos y se empieza a escuchar el sollozo de García, un ruido muy hondo.

No se le ve la cara en la pantalla, porque se cubre con una mano, mientras con la otra sigue agarrando la cadena. Y está pasando algo en esta película, porque un tipo no cae al suelo y llora porque sí. Evidentemente a García le ha ganado el remordimiento, o un recuerdo, o una ternura que se negaba a abrazar, y era de esperarse, después de lo que se ha visto. Aunque es difícil decir qué se ha visto. García lo entiende, pero no lo podría explicar.

Funde en negro.

 

 

Foto del backstage de Narrativa Nativa

Narrativa Nativa, retratos fotográficos de escritores uruguayos. Un trabajo de Agustín Acevedo KanopaLucía GermanoMauro Martella (http://estuarioeditora.com/libros/narrativa-nativa/)

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Tuve la suerte de estar entre los 38 autores retratados en la publicación. Un libro excelente, publicado en 2018 por Estuario Editora, en Montevideo, Uruguay.

http://estuarioeditora.com/libros/narrativa-nativa/

 

Comentario de Jairo Rojas sobre «Pichis»

https://unardoble.blogspot.com/2019/05/martin-lasalt-o-la-risa-desde-el-margen.html?fbclid=IwAR0EO2n3CWfMSo4QqZ9jxdHMFCkGydcOCehutbiqwXC8ABov7oVgWsTB0yo

Comentario de Jairo Rojas, sobre mi novela «Pichis»

El primer párrafo de la novela “Pichis” (2016) de Martín Lasalt, se puede leer como la praxis de una poética. Dos “pichis”, El Cholo y la Chola, encuentran una cabeza en un contenedor de basura, entre el susto y la fascinación se la llevan a su rancho y justo a medianoche la cabeza habla y da una instrucción: “Que los justos vayan a lugares altos”.  El relato que se desarrolla luego son las peripecias de esta pareja al querer cumplir las palabras que la cabeza ha dicho y también diversos episodios que un Pichi, o persona que vive en situación de calle, debe solventar para su cruenta sobrevivencia. Pero no estamos ante una predecible mirada realista de unas vidas malogradas, sino que Lasalt dispone de una atmosfera donde realismo y absurdo no se repelen, sino que forman una inesperada unidad. Estamos ante un cuerpo textual que acepta en proporciones equilibradas el drama y la risa. Sí, porque una parte de Pichis hace reír, pero sin que las situaciones lleguen a ser evasivas. Al contrario, está novela más allá de ilustrar situaciones delirantes también habla de una sociedad, remarcando con sus protagonistas los síntomas de una colectividad con fallos a resolver. Y ahí es dónde está su mayor logro porque supera la prescripción de los géneros literarios, su tono y sus efectos al incluir en el mismo plano lo más crudo de una realidad social y lo fantástico tan propio del campo de la ficción.

El humor en literatura es un viejo y difícil recurso de acercarse a temas delicados que a veces, como en Pichis, se dispara entre la seriedad o la dignidad ridícula con que afrontan los personajes su forma de ser y de mirar los avatares de la trama y el cómo nos lo escriben y leemos. En Pichis hay una suerte de humor crítico que curiosamente se incorpora a nuestra mirada y nos ayuda a entender el mundo desde un punto de vista más irreverente y lúcido. En este sentido, lo que se narra en esta novela es una forma de realismo pues deforma una situación para hacerla absurda y risible, pero, aún más, visible. El mundo ni la vida se someten estrictamente a las leyes lógicas y por ello el humor es una forma de explicar el absurdo del mundo. Habría que recordar al poeta argentino Leonidas Lamborghini quien siempre decía: “Empieza la risa, empieza la tragedia”.

La prosa de Pichis oscila entre los rasgos que conocemos de una vida marginal signada por el hambre, la invisibilidad o la visibildad como sospecha y/o rechazo, la incomunicación, la violencia y también con pasajes donde hay una cabeza cercenada que habla, una Montevideo sin humanos, un barrio que vuela gracias a la música o la aparición del diablo que juega con la vulnerabilidad de los personajes protagonistas. Su propuesta es un difícil y ambicioso punto medio que nos recuerda el espejo que no queremos ver a la par que nos abre la puerta a mundos posibles que la buena literatura sabe ofrecer.

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La vida real de Karl Kristoffersen

Este cuento recibió una mención de honor en el premio Unicaja, 2016, en España. En 2018 fue publicado en la antología de la Editorial Banda Oriental, por los 40 años del club de lectores. También apareció en la revista Lento.

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La vida real de Karl Kristoffersen

   Karl Kristoffersen falleció a los setenta y ocho años. Había escrito y dirigido nueve largometrajes, doce obras de teatro y dos miniseries históricas para la televisión sueca. Cuando encontraron su cuerpo en la casa de la playa habían pasado apenas nueve días desde el fin del rodaje de Ångest (Angustia).

   Queremos decir que por respeto a la obra de su juventud nos hubiera gustado faltar al preestreno. El maestro había pasado los últimos treinta años copiándose y el Instituto le aprobaba presupuesto sólo porque era él. Estaba senil y todo el mundo se había dado cuenta, pero parecía que nadie se atrevía a decirlo en voz alta. Sin embargo, desde los carteles dispuestos en el hall, Signe Nilsson —su última actriz fetiche, quizás desnuda más allá de los límites del cuadro— nos mira de cierta manera, y además está la luz tibia, el olor triste de la moquette y la destilación nostálgica de los afiches antiguos y aun de los nuevos, que nos inducen a un estado hipnótico ya antes de atravesar las puertas de la sala. Cuando llegamos a las butacas somos exactamente los cinéfilos incondicionales con los que contaba Kristoffersen. Poco queda de nuestro sentido común. Apenas recordamos los motivos por los que hemos insultado al maestro con frases que creímos geniales de camino al cine, y que por fortuna no anotamos. Nos queda sólo la mentira más ridícula: haber venido para asistir al nacimiento de una estrella: Signe Nilsson, que promete. Pero aquí, con las luces aún encendidas e influidos por la gravitación de la película agazapada en el proyector, aceptamos la simple verdad de que necesitamos a Kristoffersen como a una droga antigua, y que de Signe sólo queremos su desnudez.

   Pocos minutos más tarde nos volvemos a sentir como viejas esposas defraudadas. Desde un tren en marcha Signe mira los prados bañados por la luz sesgada del amanecer o el atardecer, y antes de que pase otra cosa (que una anciana se siente frente a ella y lea un libro con caracteres cirílicos), pasan siete minutos y veinte segundos. No habrá sorpresa, ya lo sabemos, Ångest es más de lo mismo: una quietud sobreactuada, mundos interiores de los que no nos vamos a enterar, y referencias a políticas regionales y traumas de la infancia que no nos interesan, así que en lugar de seguir la historia —inexistente hasta el momento—, nos interesamos por la arqueología más o menos fácil del rodaje; en algo debemos ocupar la atención. Rearmamos la realidad de la segunda semana de grabación a partir del montaje tenso y rabioso de la vieja Helga Bauer, de las luces artificiales y los rebotes demasiado duros de Anders Von Husen, del maquillaje, el vestuario y los peinados teatrales de las hermanas Lundberg, y de ese modo llegamos a ver casi sin distracciones a la actriz Signe Nilsson en la escenografía de un vagón, dentro del estudio del Instituto, que mira el paisaje falso a través de la ventana, y para nuestra desazón, hasta alcanzamos a reconocer la corriente entre ella y el director. Es escandaloso el cuidado de los movimientos de Nilsson, el miedo que parece mantenerla cautiva. Recordamos que antes de sentarse acomodó las maletas y pudimos ver las curvas de los senos y nos incomodó cuánto le incomodaba a ella que la miráramos así —que miramos lo que mira Kristoffersen—, y luego se sentó a ver el paisaje, y no hemos presenciado desde ese momento más que el devenir del asco, la bronca y el temor en la muchacha. Si algo ha pasado en la pantalla es esa tortura silenciosa en la que ella hace equilibrio sin que entendamos por qué, como una tigresa que bien podría matar al domador de un zarpazo y sin embargo obedece. Es evidente que la bella Signe sucumbió al igual que todas sus predecesoras a los encantos de vampiro del viejo Kristoffersen y fue llevada como en un sueño a la vieja cabaña de la playa, donde todo debe ocurrir en blanco y negro. Signe entra a la cabaña y tiembla un poco, de frío o de miedo, y mira a Kristoffersen con sus ojos transparentes. Ahora vemos que tienen una belleza vertiginosa, violenta, una luz abstracta y a la vez una lubricidad de joya viviente del fondo de los mares, que sólo pueden tener las muchachas que han padecido a Kristoffersen, para salir de sus capullos convertidas en seres superiores a él. Llegados a este punto, cuando la pensamos en la cabaña donde el viejo ha esclavizado a todas sus ninfas, ya nos hemos enamorado de Signe, y nos decimos “¡qué mujer!”, y después “¡y Kristoffersen!”, porque no puede ser: ¡miren a ese viejo asqueroso arrancando el barro de sus botas antes de entrar! La puerta se cierra y el silencio ya los ha desnudado, entonces ella señala la estufa un poco para no mirar a Kristoffersen y pregunta por la leña y él ríe de manera tétrica. De pronto nos enceguece el cuerpo demasiado hermoso de Signe y la imaginación funde a negro para no ver las garras del monstruo que lo recorren, pero escuchamos el largo quejido de híbrido mitológico del viejo, hasta que en un fogonazo de revelación y éxtasis dice “Gud” (Dios). Pero entonces pensamos que realmente pasa lo contrario, o casi: cuando ella se desnuda el viejo cae fulminado por un terror inextricable y la muchacha lo ve aplastado en el suelo y se asoma a la compasión, pero da un paso atrás.

   En la sala del cine hay un espíritu colectivo de impaciencia: es que no ven lo que nosotros. En la pantalla Signe mira a la señora que lee un libro, suponemos que en ruso. Sólo la mira, impávida, y otra vez nos quedamos sin saber qué quiere decir Kristoffersen. Quizás la vieja sea una metáfora de ella misma, o de una madre con la que la muchacha no consigue comunicarse, o quizás la vieja tenga el conocimiento de lo que vendrá y que Signe, o Karina —que así se llama el personaje de Ångest—, intenta descifrar. O quizás Signe hace como que mira a la vieja, pero en realidad recuerda que al despertarse en la cabaña se sienta en la cama, enciende un cigarrillo y habla de su niñez. Se cubre con la manta pero deja un seno fuera, porque no se da cuenta, porque no le importa, o porque ella no puede evitar la estética del ojo que la mira —el de Kristoffersen, que lo ve todo aunque duerma—, y el seno alumbra la cabaña como en un cuadro holandés. La muchacha cuenta con lujo de detalles un día en la escuela primaria (clases de piano, un niño que le decía malas palabras, un profesor nazi, la nieve, un perro que se llamaba Olsson, el primer beso). Luego amanece, pasa el lechero, llueve, escampa, y ella sigue hablando mientras Kristoffersen ronca. Entonces Karina baja del tren y mira a la cámara, y la cámara se aleja, se eleva con unos sacudones que nos hacen pensar en la grúa y en todo el equipo de técnicos escondidos y sudando bajo el látigo del director. La cabeza rubia se pierde en un río de cabezas, y ahora no tenemos dudas de que Signe llora al borde de la cama. En el cenicero hay una montaña de cenizas y colillas. Kristoffersen despierta y se levanta, y ella ve en detalle todos los aspectos de sus nalgas viejas cuando camina hacia el baño, pero nunca deja de hablar de la escuela con esa voz suave y quebrada por la dureza del idioma que ella usa con disciplina de gimnasta. En la película, Karina sube a un taxi, dice la dirección y responde un lugar común sobre el clima y nosotros pensamos algo como “descansa, Signe, ya no hables en sueco”, pero ella mira el paisaje y en su mirada no estamos nosotros, ni el taxista, ni siquiera el viejo Kristoffersen, y nos sentimos idiotas. ¡Signe!

   Kristoffersen prepara el desayuno para los dos y se come su porción, despacio pero sin pausa. Termina, y como ella sigue hablando y la comida se enfría, se come también la porción de Signe. Luego se limpia los dientes con una cuchilla ballenera y gruñe con los ojos extraviados, y nos damos cuenta del horrendo olor a caries que debió tener Kristoffersen (recordamos las entrevistas, cigarrillo en mano, los acercamientos pornográficos de la televisión, las manchas en los dedos, los labios finos y los dientes oscurecidos), y vemos los labios de Signe, que ha permanecido de continuo en plano, y otra vez pensamos: “¡no puede ser!”, y nos preguntamos qué podía justificar que haya usado sus encantos para llevarse a Kristoffersen como en sueños a la cabaña de la playa. Porque ya estamos seguros de que todo lo ha hecho ella, y también creemos que grita en la cabaña cuando se da cuenta de que todo pasó según su voluntad.

   Karina baja del taxi y camina por un barrio obrero en el que no se oye otra cosa que el crujir de sus pasos en la nieve, y sentimos que algo crece detrás y está por estallar a través del blanco, y nos gusta pensar que eso es maestría, la comunicación de Kristoffersen y la vieja Helga Bauer, genios adelantados a su tiempo, pero bien puede pasar que no lo hagan a propósito, que Bauer haya editado con la mente puesta en algo y nosotros acá esperamos otra cosa, y por eso sentimos que la paz perfecta de Karina no puede durar, que algo nos reventará en la cara de un momento a otro. ¡La cabaña!, nos decimos. Y volvemos para ver que después del grito sólo se oye el silbido del viento. Kristoffersen mira a la muchacha tan fijamente que parece muerto. Está practicando, porque se va a morir ocho semanas más tarde. Ella le grita “¡Karl! ¡Karl!”, quiere que reaccione, y él nada, como si le hubiera dado un ataque, pero es sólo que no tiene voluntad y se siente humillado, y se hace el loco, como a menudo pasa con los viejos hijos de puta. Entonces ella siente todo el peso de su soledad, acepta el juego en el que el viejo es ya un cadáver y se viste con torpeza y corre afuera para respirar el aire helado. Se aleja y llora alumbrada por el sol del horizonte hasta que empieza a reír. La playa se vuelve a todo color, el mar es verde y azul, y ella tiene el pelo muy amarillo. Se va. Más adelante puede verse un pescador que remolca un bote hacia la orilla (o no hay bote ni pescador, ella no necesita hombres ni símbolos fálicos para dirigirse al horizonte, aunque cuando esté lejos —quizás hoy en Malmo, sola frente a una sopa de arenque—, vuelva a llorar). Kristoffersen aprendió ese día, a los setenta y ocho años, que no está bien ser un hijo de puta. Después se durmió y no volvió a despertar. En su último sueño antes de morir dirigió Ångest durante seis semanas y nadie se dio cuenta de que no era él, sino el reflejo del sueño que se imitaba. Como siempre, despotricó contra los técnicos, contra el clima escandinavo, contra el Instituto, pero parecía mejor artista, más comprometido y verdadero, cuando hacía hasta cuarenta tomas, cuando se peleó con Helga Bauer, cuando mandó despedir al jefe de eléctricos. Terminó el rodaje y él siguió en el sueño. Volvió a la casa de la playa, vio amaneceres y atardeceres, habló con un perro que tuvo en su juventud, fumó, bebió, volvió a leer los libros de sus trece años sólo por sobrevolar el sendero de sus pensamientos de entonces, y el último día de su vida dijo “Gud”, y se murió. Así fue como terminó la vida real de Karl Kristoffersen. Luego las llamadas sin respuesta, la alarma de la productora, del Instituto, de la familia. Una ex esposa que sobrevuela Europa con el corazón roto de toda la vida. La noticia que repercute en la radio, la televisión, los portales y los diarios. Helga Bauer termina el montaje en tiempo récord, quizás porque no siente en la nuca los ojos del maldito Karl Kristoffersen. La cinta clasifica de inmediato en Cannes. Y nosotros en la butaca, frente a los fotogramas que corren sobre la pantalla: Signe, un tren, un libro, una anciana, un barrio en ruinas, una escalera, un cuarteto acartonado que interpreta a Bach en un salón azul, etcétera, ¿qué importa eso?

 

Orson

Orson Welles en el infierno hace un re-make de Citizen Kane. El Diablo ha conseguido suplantar al maquillador y está muy contento con su trabajo. Hacen las escenas en orden cronológico. Se vuelven locos, pero están en el infierno y no les importa. A medida que la peli avanza Orson se parece cada vez más a Johnny Depp. Johnny se despierta empapado en sudor y llama a Tim Burton, le cuenta el sueño. Tim Burton le dice que el sueño es muy interesante, si por él fuera hablaría de esto todo el día, pero debe colgar porque llegaron los pintores. Miente: Tim está absorto revolviendo la estopa que le sale de la barriga abierta. Agarra el retrato de Helena Bonham Carter, le dice: «Helena, estoy muriendo, mira, Helena: me sale estopa de la barriga», y Helena, quieta en el retrato, espera a verlo morir y entonces llama por teléfono al infierno. El Diablo atiende con el manos libres porque está maquillando a Orson.  Tim ha muerto, dice ella. El Diablo, que no es Jack Palance, pero se parece, responde: «ese imbécil para acá no viene. Cuelga. ¿Quien era?, pregunta Orson. Nadie, dice el Diablo. ORSON.jpg